Pedí un taxi, tenía que llegar a la hora. Sólo conocía su nombre, pero no nos habíamos visto antes. No sabía como sería, ¿apuesto? ¿Alto? ¿Bajo? ¿Moreno? ¿Caucásico? Me daba igual, sólo quería llegar y verlo.
Bajé del taxi con descuido, por lo que la delgada gasa de mi falda se atoró en el asiento. Tiré de ella fuertemente, por suerte no tuve mayores consecuencias. Vine todo el camino pensando en el momento en que vería su rostro, mientras el taxista hacía preguntas y comentaba acerca de los personajes que veía pasar. ¿Le sonreiré? ¿Trataré de ser seria? ¿Le podrá molestar? ¿Cuáles serán mis primeras palabras y cuáles las suyas?
Ingresé al edificio y tomé el ascensor rápidamente. Tenía anotado el piso y el lugar donde me esperaría. Yo sabía que no debía preocuparme, que todo saldría bien. Esperé unos minutos, sentada impaciente, de verlo, de conocerlo. ¿Sería como lo imaginé?
De pronto oí mi nombre y supe que era él. Me llamó a lo lejos, pero conocía mi nombre perfectamente. Yo también sabía el suyo. No era precisamente lo que esperaba, quizás tenía unos cuantos años demás y unos centímetros de menos, "¡qué más da!", pensé. Así que me levanté de mi silla, procurando que el problema con mi falda en el taxi no fuera demasiado notorio como para que él pudiera divisarlo. Todo debía salir perfecto.
Nos sentamos frente a frente y nos miramos. Yo sonreí. Sí, es cierto, no pude parecer seria, me traicionaron los nervios. Hablamos de la vida, aunque claro, él hacía las preguntas y yo me limitaba a responderlas, extasiada de sentir que tantas cosas le interesaban de mí.
Hasta que hizo la pregunta que estaba (o quizás no) esperando: "Esta es tu primera vez, ¿cierto?". Una nube nubló mi menté, mis mejillas y todo mi rostro de tornó escarlata, mis manos comenzaron a tiritar. Ya no sabía qué decir.
Con calma tomó mi mano y me dijo: "no te preocupes, todos tenemos nuestra primera vez, no pasará nada malo". Mi corazón se detuvo cuando me pidió que me recostara, un tanto con la mirada, otro tanto con su cálida voz. Estaba petrificada, pero tan feliz.
Procedí a recostarme, aunque no entendía que estaba haciendo. El me ayudó con mi cabello y acomodó suavemente mi cuerpo, tal como él deseaba que estuviera. Levanté mi falda y lentamente bajé mis calzones. Mis piernas temblaban y mi corazón latía como una locomotora. Cogió cada una de mis piernas y las abrió como si fueran dos raudas antenas que necesitaban sincronizarse. Puse mi cabeza hacía atrás y comenzó.
Sentí como él tenía ganas de hacerlo y sin decir nada, yo me dejé llevar. Sus movimientos eran tan finos, sentí sus dedos cálidos dentro de mí. Con suaves masajes intentaba encontrar algo que yo no sabía estaba allí. Tocó partes sensibles, que me prohibían contenerme. Cerré los ojos y esperé que terminara. Me sentí plena, llena de dicha, alucinada, ¡a punto de explotar!
En un momento ya todo había terminado. El dijo que todo estaba bien, que la situación no era nada de temer. Sólo lo miré fijamente a los ojos, queriendo agradecerle el momento que pasamos juntos.
Volvimos a sentarnos frente a frente, ahora con más confianza, más serenos, cómplices. Me pidió que repitiéramos nuestra cita cada seis meses, que no había necesidad de vernos con mayor frecuencia, a menos que yo expresamente lo quisiera así. El, claro está, no tenía problema alguno en verme cuando yo quisiera, sólo tenía que planificar las citas.
Me paré lentamente de la silla y procedí a besar su rostro, él fríamente estiró su mano.
" Hasta pronto", me dijo.
"Gracias doctor", respondí.