Aviso: Se ruega discreción por parte del lector.
Ayer estuve en cama todo el día. No, no estaba enferma, no estaba con depresión, no había ningún problema fuera de lo común. Era un día más en mi vida cotidiana. Sin embargo, era el último y primer día de mi ciclo de 27 exactos.
Cómo me inhabilita este día. Desperté a eso de las cinco treinta de la mañana con un dolor de vientre que solo se compararía con un ataque de apendicitis. No hacía más que estrujarme el estómago y, adoptando una posición fetal, intentaba formar un círculo de calor alrededor de mi ombligo. Sólo soltaba gritos de dolor y trataba de desviar la mente, como si el hecho de no pensar en lo que sentía me haría olvidar tamaña tortura.
Cómo si fuera poca mi mala suerte, el día despertó gris y yo ni pude asomar mi nariz por la ventana. El día más frío y yo deshaciendo en mi cama, sin la oportunidad de adorarlo. Cuánto esperé un día gris y me lo pierdo. ¿No seré desdichada? Bueno, me queda el consuelo que vendrán otros.
Y así, con tanto dolor es que pensé en alguna solución. Yo no entiendo por qué me pasa a mí y a otras no. Algún problema debo tener, supongo. Tendré que preocuparme que cada mes este dolor me recuerde que soy mujer y que esta parte de mi cuerpo que tanto detesto me fue concebida para formar vida.
A eso de las siete mi mamá me prepara un guatero caliente, a pesar de que quemaba mi piel, poco a poco adormecía el dolor. En una posición casi angelical puedo volver a juntar pestaña con pestaña y perderme en un sueño. Despierto de golpe cuando el agua caliente dentro de ese saco de goma deja de surtir el efecto tranquilizador en mi vientre. No comí nada, ni siquiera almorcé. Un par de agüitas de manzanilla hicieron el intento de apaciguarme el apetito. Y volvía a contraerme, hasta disminuir mi cuerpo a su mínima expresión.
A veces quisiera ser hombre. Es extraño que seres tan frágiles como las mujeres podamos soportar con mucha más fuerza y valentía el dolor. Dolor, digo, de cualquier especie e intensidad. Debí haber sido hombre. Sin embargo, el solo hecho de saber que tal vez podré sentir un ser creciendo dentro de mí, me limita solo a agradecer mi género.
No recuerdo cuando comenzaron los dolores agudos. Los tengo presente en mi memoria desde que entré a estudiar al Instituto. Desde esa época, recuerdo muy bien mi inasistencia mensual por el hecho de quedarme en cama para esas ocasiones. Aún se repite el hecho estando en la Universidad. Contadas veces he tenido la suerte (tal vez no será suerte) de que el día exacto se deje caer un día sábado. Qué incomodidad, además, es todo lo que esta situación conlleva. No ahondaré en detalles, no quisiera parecer repugnante.
Y el dolor no llega solo, claro que no. Lo acompañan náuseas inauditas que no tienen piedad de hacerme funcionar marcha atrás la garganta en cualquier lugar donde me encuentre. Y a las náuseas las siguen intensos dolores de cabeza, de senos y, como si fuera poco, el debilitamiento de extremidades. Para qué agregar el desorden que provoca en mi piel. Ay! Así como les cuento, toda la situación pareciera una tremenda desgracia. Y tal vez lo es.
Pero el día ya pasó y me siento mejor. Más que mal he aprendido a convivir con ese dolor cada 27 días.