Había vuelto la lucidez a mi conciencia por pocos segundos. Admiré las aves cantar, el ruido del motor de los automóviles, los semáforos bicolores, las chispitas chirriantes del riel del ferrocarril combinadas de enérgica electricidad y apasionada agua de lluvia. Y volví. Las neuronas no abren las alas, sólo conversan entre ellas las mismas historias repetitivas de siempre.
Quise apartarme, tal vez saltar al otro lado. Temí. Nunca entendí a que temía, tomando en cuenta que ni siquiera conocía lo que estaba afuera de mi aletargado refugio. Y la conciencia moría como atravezada por la bala de un certero francotirador.
Parecía ciego, mas podía ver. Golpeaba mi frente contra ese muro blanco, manchándolo de rojo carmín y lágrimas de sal. A veces las bebía cuando con timidez bordeaban mis labios. Y los mordía.
Quise atreverme y qué más da. Si no controlo mis movimientos. Ni siquiera me muevo.
Algunas veces viene algo y me cambia de posición. Yo callo. Siempre lo hago, nunca aprendí a sincronizar la lengua y los dientes. En ocasiones utilizo una esponja y me la introduzco en la boca. Me deshago de toda esa saliva innecesaria hasta deshidratarme.
Quisiera de todos modos mover mis dedos. A veces están tan fríos. De repente me los miro y calzo unos con otros. Sigo con la mirada la vertiente de su forma larga y huesuda. Y me los muerdo. Otra vez introduzco la esponja en mi boca.
No conocí a nadie en mis momentos de lucidez. Veía tantas caras, tantas. Me desconcerté. Esperé una distinta, similar a la mía. No la hallé.
Espera por mí podría haber gritado en ese entonces, cuando vi el cielo azul y ese sol radiante que cegaba mi vista ciega.
Quise romper mis limitaciones, tirarme de cabeza al abismo, abrir los brazos, morir hecho pedazos contra el suelo.
Muchas veces siento pulsaciones bajo mi ombligo. No las puedo comprender. Me trato de mover, y sólo alcanzo a cruzar las piernas. Pareciera querer saciar algo, pero las intenciones desaparecen en el momento en que mi mano se intenta mover.
Yo quisiera que me viera. Porqué habría de verme, si yo no me muevo, vivo estático acá, en mi rinconcito lúdico y febril.
Quisiera que me distinguiera, pero por esas casualidades de la vida siempre hay algo tapando mi visión. No soy vitrina para nadie. No pertenezco al mejor postor.
Quisiera que decidiera por mí. Pero quién soy yo, no tengo nada para ofrecerle. Soy sólo un corazón sólo, putrefacto y mal oliente. No pretendiera refugiarse en mí.
No tengo nada para ofrecer, ni siquiera puedo valerme por mí mismo.
Quisiera quebrar ventanas a gritos, ensordecer, no permitir que oyera otras voces. Mas no puedo. Estar conforme de mis cabezazos alucinégenos contra la pared es mi boleta sin derecho a cambio.
Yo no puedo salir. Las velas de mi conciencia no prenden. No tienen mecha. La verdad está hecha añicos.
Comenzaré moviendo mis dedos. Quisiera sentir el placer riguroso de amarrar los cordones de mi par de zapatos nuevos.
Y el siguiente paso concluirá en mi aprendizaje. Aprenderé, sin lugar a dudas, a silvar.
Y con mi sabionda sabiduría retendré los miles de pájaros que hoy vuelan, que no quieren posarse en mi mano a comer.